Podía haberte dicho
que también leí a los autores
que, como a muchos,
te melancolizaban.
No hacía falta.
No hacía falta.
Podía haberte nombrado
a todos mis muertos
que también me jalan,
-de cuando en vez-
hacia el agujero.
No hacía falta.
No hacía falta.
Podía haberte buscado
y abrazarte hasta extraviar el cuerpo,
como se abraza a una piedra,
a un mástil,
o al tapial donde contaba para jugar
a la buscadora de los escondidos.
No hacía falta.
No hacía falta.
Podía haberte devuelto
un cúmulo de palabras vacías
para abrir el juego infinito
de los espejos rotos.
No hacía falta.
No hacía falta.
Podía haber estampillado ese sobre
que guarda un puñado de palabras
sobre recuerdos siempre engañosos.
No hacía falta.
No hacía falta.
Podía haberme puesto el chaleco de once varas
bajo el paracaídas,
antes de subirme a la avioneta
para sobrevolar los bordes
desde la poesía ominosa;
mas no hace falta.
No hace falta.